La historia detrás de los botes bombardeados por EE. UU. en el Caribe desmiente la narrativa de Trump
En la costa nororiental de Venezuela, el mar es testigo de la pobreza y la búsqueda constante de la supervivencia. Allí, donde las casas sin pintar se levantan entre cortes de luz y días sin agua, el sonido de los motores fuera de borda rompe la quietud cada madrugada. Son los mismos motores que, en los últimos meses, se han convertido en blanco de los misiles estadounidenses.
Desde septiembre, el ejército de Estados Unidos ha hundido al menos 16 embarcaciones en el Caribe, en una ofensiva autorizada por el gobierno de Donald Trump, que asegura combatir el narcotráfico transnacional. El expresidente calificó a los tripulantes como narcoterroristas y dijo que cada bote destruido “salvó 25 000 vidas estadounidenses”, en alusión a las muertes por sobredosis.
Sin embargo, una investigación de The Associated Press (AP) realizada en la península de Paria —una región empobrecida del estado Sucre, en el noreste venezolano— muestra otra realidad: entre los más de 60 muertos en los ataques, hay hombres que sí transportaban droga, pero que estaban muy lejos de ser capos o combatientes de un cartel. Eran, en su mayoría, obreros, pescadores, mototaxistas o marinos improvisados, contratados por unos cientos de dólares para cruzar cargamentos hacia Trinidad y Tobago.
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Los muertos sin nombre de una península excluída
AP logró identificar a cuatro víctimas y reunir información sobre otras cinco. En decenas de entrevistas, familiares y vecinos reconstruyeron vidas atravesadas por la miseria y la desesperanza.
Uno era un pescador que soñaba con comprarse un motor de barco; otro, un delincuente local que traficaba personas; un tercero, un excadete militar atraído por el dinero rápido; y el cuarto, un conductor de autobús que intentaba sobrevivir después de quedarse sin empleo.
Los cuatro vivían en Güiria y otras comunidades costeras, donde la economía del mar es de riesgo. Allí, la pesca ya no da de comer y los contrabandistas pagan por cada travesía entre 300 y 600 dólares: una fortuna para quienes sobreviven con menos de 100 al mes.
Muchos aceptan embarcarse por primera o segunda vez, sin comprender del todo el peligro. Las lanchas son pequeñas, abiertas, con motores de 75 caballos y sin equipo de navegación. Hasta hace poco, quienes eran interceptados por las fuerzas estadounidenses enfrentaban prisión y juicio. Hoy, los misiles reemplazaron los tribunales.
Robert Sánchez, el pescador que soñaba con tener su propio barco
Robert Sánchez, de 42 años, nació en Güiria. Hijo de pescadores, dejó la escuela en la adolescencia y pasó tres décadas en el mar. Sabía leer las corrientes y guiarse por las estrellas. Ganaba menos de 100 dólares al mes pescando pargo y corvina, apenas lo suficiente para alimentar a sus cuatro hijos.
Quería ahorrar para comprar un motor de 75 caballos, pero la crisis lo empujó a aceptar una oferta de contrabandistas: navegar una ruta que conocía a la perfección, con destino a Trinidad. Sería, según contó a su madre, “un viaje corto”. Nunca regresó.
Semanas después, su familia vio en redes sociales un video de un bote que estallaba bajo un ataque estadounidense. Cuando los rumores se confirmaron, tuvieron que preparar a la madre de Sánchez antes de contarle la noticia. El hijo menor, de apenas ocho años, se negó a aceptar la muerte de su padre. “Debe estar en el mar”, repetía.
Luis “Che” Martínez: un criminal de pueblo y una vida perdida en el primer ataque
A Luis Martínez, de 60 años, lo conocían como el Che. Era un jefe criminal local, traficante de personas y de drogas, con poder y enemigos. En 2020 fue encarcelado tras un naufragio que costó la vida a dos de sus hijos y a una nieta. Volvió a las andanzas tras ser liberado.
Lo odiaban y lo temían, pero algunos vecinos lo respetaban por razones que solo podría explicar el folclore: donaba dinero a las fiestas patronales, compraba en los negocios del pueblo y patrocinaba peleas de gallos.
Martínez murió el 2 de septiembre, en el primer ataque estadounidense. Trump anunció entonces en redes sociales que la lancha “transportaba narcoterroristas del Tren de Aragua”. Su familia no cree esa versión. Supieron que había muerto cuando una fotografía del cadáver apareció en la costa de Trinidad: el cuerpo estaba irreconocible, pero el reloj dorado que llevaba en la muñeca lo delató.
Dushak Milovcic y Juan Carlos Fuentes: jóvenes empujados por el vacío
Dushak Milovcic, de 24 años, había sido cadete de la Guardia Nacional venezolana. Dejó la academia, según sus amigos, seducido por el dinero y la adrenalina del contrabando. Pasó de vigía a marinero en embarcaciones que llevaban cocaína hacia el Caribe. No se sabe cuántos viajes realizó antes de morir.
Juan Carlos Fuentes, apodado el Guaramero, era conductor de autobús. Cuando su vehículo se averió y no consiguió repuestos, aceptó sumarse a una travesía marítima. Lo hizo, según sus amigos, “para dar de comer a sus hijos”. Murió en septiembre, también bajo fuego estadounidense, en un ataque cuyo lugar exacto nunca fue confirmado.
En todos los casos, los familiares se enteraron por mensajes anónimos y publicaciones en redes sociales. Ninguna autoridad venezolana les dio respuesta. Tampoco el gobierno estadounidense reconoció oficialmente los nombres de los muertos.
Ejecuciones extrajudiciales en altamar
Las autoridades estadounidenses han declarado a los cárteles de la droga como “combatientes ilegales”, en el marco de lo que describen como un “conflicto armado” contra el narcotráfico. Bajo esa doctrina, las embarcaciones sospechosas pueden ser atacadas directamente por fuerzas militares, sin necesidad de captura ni juicio.
El gobierno de Venezuela denunció los ataques como “ejecuciones extrajudiciales” ante la ONU, pero no ha reconocido oficialmente la muerte de ciudadanos venezolanos. En Sucre, los pobladores guardan silencio: temen represalias de las bandas, del gobierno o incluso de las fuerzas extranjeras.
“Antes los capturaban y los llevaban a juicio. Ahora los hunden sin preguntar quiénes son”, resumió un habitante de Güiria a los reporteros de AP, bajo condición de anonimato.
Hasta ahora, el ejército estadounidense ha hundido 16 embarcaciones y causado más de 60 muertes, nueve de ellas en el Caribe. Al menos tres partieron desde Venezuela. Ninguna autoridad estadounidense ha presentado pruebas de que los fallecidos pertenecieran a organizaciones criminales mayores.
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El mar como frontera de pobreza
La península de Paria, antaño próspera por la pesca y la industria del gas, es hoy una zona devastada por el colapso económico de Venezuela. Las fábricas cerraron, los barcos se oxidaron y los jóvenes migran o aceptan trabajos ilícitos.
El contrabando se convirtió en economía de subsistencia: gasolina, cobre, alimentos y drogas cruzan a diario hacia las islas cercanas. En ese paisaje, la línea entre sobrevivir y delinquir se ha desdibujado.
Muchos de los hombres que murieron lo hicieron por necesidad, no por ambición. Creyeron que un solo viaje podía cambiarles la vida. Solo cambió la forma en que murieron.
Los muertos invisibles
El relato de los botes hundidos en el Caribe expone la distancia entre la narrativa oficial y la realidad en tierra. Trump habla de narcoterroristas; los pueblos de Paria hablan de padres, vecinos y jóvenes, todos empobrecidos y sin futuro.
Las investigaciones de AP revelan una verdad incómoda: las operaciones militares de Estados Unidos, presentadas como "acciones heroicas" contra el crimen transnacional, han cobrado vidas de hombres pobres, empujados por el hambre y la ruina.
En Venezuela, sus nombres no figuran en ningún comunicado. En Estados Unidos, se mencionan solo como objetivos abatidos. Pero en Güiria, cada amanecer sobre el mar recuerda que el narcotráfico no siempre empieza con los cárteles: a veces, comienza con la desesperación de un hombre que ya no tiene nada que perder. Una historia que Colombia conoce muy bien.